Ahora que veo esa silla ahí
vacía, veo sentado en ella al
abuelo Bernardino
durante largas horas, tramos
interminables
de la escalera por la que iba
alejándose
hacia el olvido final. Musitaba
oraciones,
palabras que ninguno de nosotros
conseguía entender…
No parecían sino dichas en el
idioma de la desposesión
y del dolor. Todo empezó cuando
murió la abuela
Evarista, y los días en que
después él la buscaba por las salas
y los pasillos, por los
corrales, por las cuadras
y los gallineros, por los
desvanes llenos de trigo y de melones
pero vacíos de su presencia, en
las alcobas, debajo de las camas,
por las despensas, dentro de la
nasa del pan. Él la llamaba
pero ya la llamaba en otro
tiempo, cuando los dos eran muy jóvenes
y la ternura revestía de candor
la angustia de no hallarla
ya nunca. Eran palabras de amor
que él recordaba
(que algo en él todavía
conseguía evocar), palabras de enamorado,
y esto era aún más doloroso
para quienes le veíamos
ir perdiéndose él mismo en el
laberinto por el que la buscaba
sin esperanza. Y pasaba las
cuentas de un rosario
como acariciando su piel. Veo
esa silla
donde pasó muchas horas ya
quieto, aplacada la furia
de no encontrarla en este
mundo, aunque otras veces
creo que vislumbraba en mi
madre un rastro de la abuela,
y levemente sonreía. Murió.
Quizá morir fuera la única
manera
de recobrarla: la muchacha que
amó, la mujer fuerte
que atravesó con él la redondez
de la Tierra. ¡Evarista, Evarista!
Cosas que me ponía colorado
escuchar, que no había oído nunca
decir a nadie. Que me rompían
el corazón.
Cosas que yo tendría que decir
algún día
a alguien, quizá, pensaba,
cuando me hiciera mayor, entre
las lágrimas…
Eduardo Fraile
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