Escribí (o deletreé) en un poema visual, hace tiempo, las
olas de tu nombre, las letras del mar que entonces no eras tú, que no habrías
nacido todavía, pero justo cuando nos presentaron, esa imagen estaba en un
catálogo (abierto exacta y estupefacta y mágicamente por esa misma página)
sobre mi mesa del café. Otros lenguajes, se titulaba la exposición, y me
emocionó ver cómo te ruborizabas cuando nos dimos dos besos.
―Eduardo Fraile, gran poeta.
―Marina, alumna mía.
Tu profesor no sabía que desde hacía tiempo, desde el
inicio del curso, quizás, intercambiábamos miradas, ensimismamientos, sonrisas
en diagonal. Si estabas tú, todo se iluminaba, así que no me resultaba difícil
mentirme sobre por qué hacía coincidir mi estancia mañanera en el café con
vuestra media hora del recreo. Te buscaba entre el coro de tus bellas amigas,
sorprender algo de ti para mí, ese aparte mental en que me reconocías,
apreciabas mi atención y, lejos de rechazarla, la sentabas a tu lado.
Quizá luego, ese tiempo después que siempre dura varias
eternidades, acabáramos viviendo la historia de amor que yo me imaginaba
contigo, eso de lo que tú también eras consciente y a lo que no cerrabas la
puerta, sino, por el contrario, la entreabrías con valor y con sorpresa.
― ¿Sabes?, cuando me mirabas yo me echaba a temblar.
Eran mañanas nuevas de luz líquida, de paneles de oro que
reflejaban en el aire franjas de Paraíso. Yo escribía en una mesa artículos
para el Diario que tú nunca ibas a leer, pero desde el momento en que entrabas,
todas las letras de mis palabras empezaban a disgregarse, a subvertirse, a deconstruirse,
dirían los estructuralistas, y los reglones formaban ya la curvatura de las
olas de tu piel, de la prosa, de la sorpresa mágica e incesante de tu cuerpo…
Eduardo Fraile
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