La calle Porvenir siempre olía
a manzanas
en descomposición: había un
portón verde
de madera con letras blancas: SIDRERÍA.
Nos imaginábamos a las pobres
manzanas sometidas a tortura,
hasta que les exprimían todo el
zumo, que luego fermentaba
en profundas barricas. Olía
fuerte, pero olía bien,
como a aguardiente de orujo.
Nuestra madre decía
«tapaos la nariz» cuando
atravesábamos esa calle
para ir a los Vadillos o a las
Batallas
o incluso más allá: hasta la
iglesia de la Pilarica.
Hoy he pasado de nuevo
por allí. El portón verde
(como de trasera de pueblo)
resiste en el espacio
y en el tiempo, pero falta el
olor
de las manzanas. Bodegas,
vaquerías,
fábricas de ladrillos de mi
infancia: Cerámica
Silió, imprentas de tinta densa que me hicieron soñar
con mi nombre en lo alto de los
libros. Cervecería
la Cruz Blanca, cuya hermosa chimenea es hoy hogar
de las cigüeñas, curtidurías,
boterías,
las sardinas arenques y los
sacos de legumbre
a la puerta de las tiendas de Ultramarinos.
Eran olores francos, que nos
salían a pecho descubierto
al paso, interceptándonos,
imponiéndonos su presencia, interpelándonos…
Las magdalenas de mi infancia
vallisoletana
son éstas. Tengo más,
pero éstas son las que me
servía mi ciudad
cada mañana…
Eduardo Fraile
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