En nuestra galería de chicas maravillosas, esas Gilbertas
Swann que nos han hecho ser así, en la realidad y en la ficción, en la vida y
en la Literatura (aunque quizá esta disyuntiva sea puramente retórica, habida
cuenta de que sólo existe un continuum, una baba real/imaginaria por la
que nos deslizamos como caracoles), ingresa hoy un ángel nuevo: Nola K.
Mis lectores enterados ya se habrán dado cuenta de que
vengo de devorar «La verdad sobre el caso Harry Quebert», de Joël Dicker,
trepidante máquina infernal que me ha llevado a recuperar hábitos caídos en
desuso, como el ir leyendo por la calle, en los autobuses, en los cafés, en las
colas del supermercado… Parecería uno lo que en realidad ya es: un residuo del
pasado, una antigüedad que se mira con cierto aire de extrañeza.
― ¿Papá, qué es lo que lleva ese señor en la mano?
Llevar un libro en la mano, qué acto de provocación. Y
otra imagen maravillosa de la protagonista de esta novela: esa adolescente
llena de gracia (de Gracia), es decir, de belleza y poder, esa naciente llama
de amor viva, quién es esa que se levanta en la aurora, hermosa como la
luna, brillante como el sol, terrible como los escuadrones desplegados,
enamorada de quien ella ha elegido: Nola desplazándose por el espacio y el
tiempo terrenales llevando una máquina de escribir, una Remington portátil con
la que irá mecanografiando las páginas de Quebert… una Remington como ésta
donde yo la echo de menos…
No quiero extenderme en otras imágenes perturbadoras de
la inteligencia de esta criatura al servicio de su amor (de la ejecución y
consumación y salvaguarda de su amor) porque quizás alguno de nosotros esté aún
en disposición de descubrirla, de experimentarla, de ser el afortunado
destinatario (del Destino) del inconmensurable ―e inmerecido― don de semejante
Paraíso…
Eduardo Fraile
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