Mi madre hacía cola todas las
Navidades
para comprar el bacalao en esta
tienda. O me mandaba a mí,
porque entonces los niños
íbamos a hacer recados,
se decía así, hacer los
recados. Me recuerdo en Madrid, con 4 años
yendo con una cesta de mimbre
al mercado del barrio de Bilbao,
que era donde vivíamos, en San
Telesforo, San Baldomero,
Jacinto Arcontes, esas calles
extremas que ahora recorro con estupefacción
y decidida incredulidad. Pero
en Valladolid ya teníamos 8 o 9 años
y una larga experiencia en
tiendas de ultramarinos.
La Casa del Bacalao olía a sal
ya desde la cola en la calle
Panaderos,
esos primeros días de las
vacaciones
de Navidad. El bacalao, la
lotería,
poner el Nacimiento, escribir
la carta de los Reyes
Magos, los villancicos, los christmas,
esas cosas terribles
y entrañables que nos duelen
como si nos echásemos sal
(esa sal de los canteros
cortados
con maestría por Heras), esa
sal ultramarina
e implacable que había
conservado el bacalao
de Terranova en las bodegas de
los barcos, en barriles
de madera oscurísima, como si
nos echásemos
esa sal a paladas en la herida
abierta del recuerdo.
Cada Navidad
vengo a esta tienda a cumplir
una misión
(que se ha convertido ya en una
de mis maravillosas magdalenas
de Proust): y me pongo a la
cola
de la mano grande y hermosa y
luminosa de mi madre
―que ya no está― para comprar
el bacalao.
Eduardo Fraile
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