Hay aquí retratos del tiempo (pinceladas de tiempo
interior que nos dan el reflejo especular, en cierto modo, del tiempo, digamos,
compartido, común, el aroma de época de esos retratos donde se percibe el fondo
explicando el primer plano. He aquí retratos de quien fui y de quien
seré, y también de otras personas, animales y cosas que me hicieron ser como
soy. El juego malabar de presentes, pasados y futuros como naranjas en manos de
un poeta, que quizá en este caso no sea el propio autor sino su personaje, es
decir, el autor que le escribe.
In memoriam recuerda, evoca y vuelve a resucitar a
esas presentes sucesiones de uno mismo en otros tiempos, otros cielos, otras
personas que han ido reflejando nuestros rostros de ayer, hasta componer un presente
continuo de sorpresas y de extrañezas y de perplejidad maravillada.
Se presenta hoy en sociedad «In memoriam» y, como
estos últimos años, me veo casi en la obligación de decir unas palabras sobre
el libro, ya que el autor y yo somos la misma persona. ¿Pero lo somos de
verdad? Uno de los poemas se titula «El poeta Eduardo Fraile yendo a echar una
carta al correo». Ese distanciamiento, ese hablar de mí desde otra parte que yo
mismo, explica bien el punto de vista, el tono y la relatividad y la inestabilidad
y la indefinición, en definitiva, entre yo poético y yo real.
Desde luego, el exhibicionismo que supone toda
publicación se compadece mal con la sensibilidad agorafóbica, perdón por la
tristeza, del espíritu del creador. La torre (de marfil o de luz
inexpugnable) no es más que una necesidad, una autoprotección, puro instinto de
conservación. El poeta no sobreviviría en la intemperie de la tierra baldía, de
la desolación del mundo, por eso envía a su ministro, a su yo social, a eso que
yo estoy haciendo ahora, es decir, hablar de nuestro libro.
Eduardo Fraile
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