Ya estábamos entrando en el
otoño, la estación de los violines de Verlaine y la melancolía, y yo me había
quedado solo en Castrodeza, con una mesa de nogal de mi padre, su escritorio de
la oficina donde trabajó en Madrid, y una máquina Royal que compré por 5000
pesetas en los anuncios por palabras de El Norte de Castilla. Elegí la antigua
cocina de la casa como estudio, con su chimenea, sus azulejos originales y el
escaño de madera labrada por el tiempo. Las vigas negras y poderosas, extrañadas
de verme por allí…
Estuve varios días ordenándolo todo, mis libros, que
coloqué en un armario (el almario de Santa Teresa) para la loza y la
cristalería, a escribanía de bronce, la lámpara, los folios El Galgo
Parchemin… Y llegó ese momento largamente postergado una tarde como ésta,
quizá exacta, calcada con un papel carbón, una especie de vértigo, la seguridad
de estar naciendo, de estar iniciando la partida hacia un país muy lejano,
inexistente tal vez, y que ese primer paso era ya irrevocable y magnífico,
lleno de valentía e inconsciencia, de pureza y de fatalidad.
Era imposible no mirarse en el espejo de Don Quijote (los
dos tomos de una edición del siglo XIX, la de Felipe González Rojas, cuya
tipografía herraba literalmente las hojas de algodón, me acompañaban
desde la pubertad), era imposible no sentirse uno el Caballero en el momento
crucial de la salida… Y armado con aquel pobre bagaje, y siendo plenamente
consciente de que allí empezaba todo, tomé un folio, lo enrollé con unción en
el carro de la máquina, piqué espuelas y…
Eduardo Fraile
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