Era una calle extrema del
barrio de la Rondilla, y allí vivía ella durante el curso interminable, con sus
muchas hermanas, todas guapas, todas con alas incandescentes que sólo yo
notaba. Comencé a ir por esa parte de la ciudad, desconocida para mí, y llegaba
hasta el río, el anchuroso Pisuerga, que recibía a la Esgueva un poco más allá.
Ni siquiera esperaba verla, pero saber que su respiración estaba cerca mitigaba
la angustia, aquella cosa tan parecida al amor no correspondido, que le pasaba
a mi corazón. Me sentaba en un embarcadero y miraba la corriente, aquel agua
silenciosa y magnífica, y recordaba a nuestro río de Castrodeza, el humilde
Hontanija, donde jugábamos en los veranos. Donde la conocí. Cazábamos ranas y
su risa salpicaba de oro mi mirada embebida, mi mirada enamorada sin remisión.
Dejé de ir al colegio, o iba, pero enseguida mis pasos tomaban la dirección de
la Ribera, y perdía las horas en la perplejidad del transcurrir del río de Heráclito
el Oscuro como si estuviéramos en Éfeso, pero era Valladolid, el sucísimo y
estrepitoso Valladolid de la Transición. Comencé, como si nada, como una
extensión más de mi actitud contemplativa, a escribirle poemas que iba
depositando sobre el agua en forma de barquitos de papel. Pensaba en ella sin
esperanza, es decir, con esperanza desesperada, como si aquellos mensajes de un
náufrago imposible fueran a ser recogidos por sus manos. Su calle era
larguísima, con nombre vegetal, de una planta o así, tuve que buscarlo en el
diccionario, con casas sólo en un lado y una tapia en el otro. No sé qué hizo
la vida con ella, con su belleza iridiscente, con su pelo que parecía una
puesta de sol. No sé qué hizo la vida… de mí.
Eduardo Fraile
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