―Mira, baja las escaleras
como si fuera una persona, dijo entonces mi madre
sorprendida por la delicadeza y
el cuidado
con que el enorme hipopótamo
descendía a beber
a la fuente. Era una especie de
pilón
que llenaban tres caños, y
había de bajar por unas gradas
bastante estrechas, casi no
cabían del todo sus rollizas pezuñas
(parecidas a las de los
elefantes) dentro del escalón.
Y bajaba de lado, colocando con
maravillosa exactitud
su mole montañosa, como si
bailara.
Y la gente aplaudió de lo
bonito que era
aquello, aquella maniobra
dificilísima,
llena de gracia (de gracilidad)
y de inteligencia.
Yo también, emocionado de ver
al hipopótamo
en el Retiro. Fue el animal de
la casa de fieras
que más me gustó de todos.
Tenía cuatro años,
quizá tres. Mi padre estaba
ingresado en el hospital
con meningitis, y mi madre se
esforzaba en que no me diera cuenta
de la gravedad de la situación.
Pero los niños saben,
se dan cuenta de todo, o al
menos yo me daba cuenta
ya. Su sonrisa empañada
de preocupación, sus silencios
más largos, más
profundos… ―Vamos a ver
ahora a los leones.
Pero a mí ya me daban igual
los leones, y quería volver a
montarme en el Metro
y regresar a casa a ver si
habían traído ya a mi padre
con aquellas largas botellas de
oxígeno que estuvieron luego danzando mucho tiempo
por el pasillo, hasta que se
curó del todo.
Eduardo Fraile
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