De las losas de la Catedral emanaba
un frescor húmedo, como con matices de moho macerado con incienso, y eso debía
ser el ‘olor de santidad’, que nosotros confundíamos con ‘loor de santidad’. Y
las maderas de los confesionarios y los bancos infinitos formados en dos filas,
y la sillería del ábside y el órgano del coro. Lo que hubiera en las amplias
sacristías y el Museo catedralicio, eso ya era cosa de la imaginación, las
ropas sacras, con aquella riqueza de oros y brocados, y los colores como hechos
de tierras ultramarinas. En el Museo se decía que estaba el púlpito de
Castrodeza, que se lo había llevado el arzobispo de entonces, Gandásegui o
García Goldáraz, vaya usted a saber.
Nosotros saltábamos de losa en losa,
que hacia la parte de atrás estaban numeradas, y era una especie de juego de la
Rayuela un poco irreverente, aunque nuestra inocencia no comprendiera el
concepto de la profanación. Tumbas, tumbas, no eran. Bien se notaba cuando
había alguna lápida, grabada con preciosos caracteres románicos. Qué bonitas
las erres, con su pierna extendida, las oes como la Tierra, un poco achatadas
por los polos, y sobre todo las Q, con su forma de caracol.
Y lo que más nos gustaba era prender
las lamparillas, que ahora son eléctricas y se encienden echando una moneda,
pero entonces se hacía de verdad, con un cabo de vela que se dejaba luego sobre
el cepillo para las limosnas. Cuidado no
os queméis, decía nuestra madre llevándonos la mano, como cuando nos
enseñaba a escribir: Así, con suavidad,
hasta que prenda el pabilo. Y luego, quizá, rezábamos, que era recogerse un
instante ante la imagen de la Virgen, o seguíamos saltando sobre las piedras
benditas de nuestra niñez, hacia la salida.
Eduardo Fraile
Leo las últimas entregas de tu blog.
ResponderEliminarLuminosa poesía, sensitiva del tiempo, compasiva y acogedora de lo que somos desde lo que hemos sido. Poesía y Verdad.
Un abrazo bien fuerte,
José Manuel Suárez