sábado, 4 de octubre de 2014

Su calle



            Era una calle extrema del barrio de la Rondilla, y allí vivía ella durante el curso interminable, con sus muchas hermanas, todas guapas, todas con alas incandescentes que sólo yo notaba. Comencé a ir por esa parte de la ciudad, desconocida para mí, y llegaba hasta el río, el anchuroso Pisuerga, que recibía a la Esgueva un poco más allá. Ni siquiera esperaba verla, pero saber que su respiración estaba cerca mitigaba la angustia, aquella cosa tan parecida al amor no correspondido, que le pasaba a mi corazón. Me sentaba en un embarcadero y miraba la corriente, aquel agua silenciosa y magnífica, y recordaba a nuestro río de Castrodeza, el humilde Hontanija, donde jugábamos en los veranos. Donde la conocí. Cazábamos ranas y su risa salpicaba de oro mi mirada embebida, mi mirada enamorada sin remisión. Dejé de ir al colegio, o iba, pero enseguida mis pasos tomaban la dirección de la Ribera, y perdía las horas en la perplejidad del transcurrir del río de Heráclito el Oscuro como si estuviéramos en Éfeso, pero era Valladolid, el sucísimo y estrepitoso Valladolid de la Transición. Comencé, como si nada, como una extensión más de mi actitud contemplativa, a escribirle poemas que iba depositando sobre el agua en forma de barquitos de papel. Pensaba en ella sin esperanza, es decir, con esperanza desesperada, como si aquellos mensajes de un náufrago imposible fueran a ser recogidos por sus manos. Su calle era larguísima, con nombre vegetal, de una planta o así, tuve que buscarlo en el diccionario, con casas sólo en un lado y una tapia en el otro. No sé qué hizo la vida con ella, con su belleza iridiscente, con su pelo que parecía una puesta de sol. No sé qué hizo la vida… de mí.

Eduardo Fraile

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