sábado, 18 de octubre de 2014

El hipopótamo



Mira, baja las escaleras
como si fuera una persona, dijo entonces mi madre
sorprendida por la delicadeza y el cuidado
con que el enorme hipopótamo descendía a beber
a la fuente. Era una especie de pilón
que llenaban tres caños, y había de bajar por unas gradas
bastante estrechas, casi no cabían del todo sus rollizas pezuñas
(parecidas a las de los elefantes) dentro del escalón.
Y bajaba de lado, colocando con maravillosa exactitud
su mole montañosa, como si bailara.
Y la gente aplaudió de lo bonito que era
aquello, aquella maniobra dificilísima,
llena de gracia (de gracilidad) y de inteligencia.
Yo también, emocionado de ver al hipopótamo
en el Retiro. Fue el animal de la casa de fieras
que más me gustó de todos. Tenía cuatro años,
quizá tres. Mi padre estaba ingresado en el hospital
con meningitis, y mi madre se esforzaba en que no me diera cuenta
de la gravedad de la situación. Pero los niños saben,
se dan cuenta de todo, o al menos yo me daba cuenta
ya. Su sonrisa empañada
de preocupación, sus silencios más largos, más
profundos… ―Vamos a ver ahora a los leones.
Pero a mí ya me daban igual
los leones, y quería volver a montarme en el Metro
y regresar a casa a ver si habían traído ya a mi padre
con aquellas largas botellas de oxígeno que estuvieron luego danzando mucho tiempo
por el pasillo, hasta que se curó del todo.

Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario