De los camareros masculinos que
acompañaron a Nines en la Luna de Tony, voy a detenerme en Josechu. Alto,
grande, con barba. Casi daba en el techo con su cabeza. Recuerdo sus manos
hermosas donde las tazas de café parecían de juguete. No sé si era vasco o no,
pero daba el tipo de chicarrón del norte. Hacía muy buena pareja con Nines en
la barra, por contraste: dos delicadezas distintas, asombrosamente bien
coordinadas. En mi memoria ejecutan una danza maravillosa para mí. Una
coreografía contemporánea, en el estricto ámbito angular de la barra de nuestro
café.
Pasarían luego muchos años. Quizá
cambiamos inclusive de siglo, no sé. Yo iba por las calles con una cartera de
cuero que compré ─o quizá me regalaron─ en una tienda del claustro de Las Francesas.
Siempre me han encantado las carteras de cuero, desde aquellas del colegio que
amontonábamos para marcar los postes de las porterías. Y me encontré con
Josechu.
─¡Anda, Poeta, llevas una cartera de
las mías!
─¿…?
─Que la he hecho yo. Ahora me dedico
al cuero. ¿Dónde la has comprado?
─En Las Francesas.
─Pues te la tengo que grabar. A ver
si quedamos o te vienes por Tudela, que tengo allí el taller.
Y así fue como volvió Josechu de las
provincias del pasado.
El pasado es otro país. Allí las
cosas se hacen de otra manera. Quién decía esto?
¿Quizá Mark Twain pone esas palabras en boca de Huckleberry Finn?
─Tengo todos tus libros, y así me
los firmas.
Vaya, que de repente mis libros
parecían tan poca cosa en sus manos contundentes…
─Y, además, conservo una hoja con un
poema manuscrito tuyo.
─¡No me digas!
─Sí. Me lo escribiste en la barra,
con café. Mojando el mango de la cucharilla en la taza, como si fuese una
pluma, mientras se enfriaba.
─Señor, Señor. Qué no habrá hecho
uno…
─Y decía:
el abedul que
no toco
alta
sombra en cuchillos
caricia
emborronada,
luna
tu
primer silencio:
ALLÁ
Eduardo
Fraile
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