En la calle José María Lacort estaba
el colegio de los mudos. Un edificio que bien podría figurar como ejemplo de la
época del realismo socialista (o del desarrollismo de los 60 de aquí). Pero sí,
es más del Este, de la Europa oriental, del otro lado del telón de acero, en
expresión que hoy habría que explicar a las nuevas generaciones. Hasta tiene (o
tenía) unos altavoces en las cuatro esquinas, donde sonaba la música del
Ángelus a las 12 del mediodía. Pero el resto del tiempo daba como la impresión
de ser algo carcelario, penitenciario, vigilado por cámaras y satélites espía
rusos. Obra social del Santuario Nacional,
predicaban unas letras de bronce ─¿en caracteres cirílicos?─ a lo largo de toda
la fachada.
Mucho edificio para dos docenas de
niños sordomudos. Así que además era el Colegio del Santuario, al que yo fui, y
que funcionaba como una sección del cercano Colegio La Salle para los cursos
3º, 4º y 5º de primaria. En la época de La Luna ya no había escolares de La
Salle en la primera planta, pero aún se podía apreciar entre los ventanales los
tiestos que regábamos nosotros. Y quizá mi yo de los 8, 9, 10 u 11 años
permanecía en el patio con columpios y porterías de balonmano y baloncesto que
había tras el portón metálico (otro rasgo inquietante, como de campo de
concentración), mientras un joven diez años mayor, con barba de palabras y
sueños de papel, transitaba por las estrechísimas aceras. En frente había otro
colegio, donde unas niñas vestidas de azul marino cantaban como pájaros. Las
oíamos desde nuestras clases, las veíamos si nos asomábamos a sacudir los
borradores manchados de tiza.
Polvo blanco de tiza, polvo negro
del carbón de la carbonería que había un poco más allá. Y un taller de
reparación de bicicletas ─Bicicletas Tamayo─, junto a la tienda de retales de
la que ya he hablado en otro lugar de estas memorias. Y el misterioso Institut de beauté de Madame Lelarge,
cuyo luminoso parpadeante se encendía por las tardes y que excitaba nuestra
curiosidad y nuestra incipiente sensualidad infantil. Le dediqué un largo poema
en mi libro Quién mató a Kennedy y por
qué, que se publicó en el año 2007.
Pero en aquella época, primeros de
los 80, Bicicletas Tamayo no había cambiado de acera, ni habían abierto aún el
Lisboa y La Curva, nuevos cafés que conectarían La Luna con El Minotauro, que
brotó justo enfrente del colegio La Salle. Y por cerrar este estudio de la
calle José María Lacort, en su tramo final, ya casi en la desembocadura en la
plaza de España, estaban los escaparates de Salvat, pletóricos de enciclopedias
y colecciones de libros en formación militar. Ríos de páginas de las que algún
día formaríamos parte como pequeños cangrejos, como peces de colores en las
tersas y límpidas aguas del papel couché.
Eduardo Fraile
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