Hay libros luminosos, que llevan en
sí el fulgor del verano, con olor a trigo candeal, a sábanas secadas al sol.
Siempre es verano en el Quijote, siempre está el sol alto destellando en las
armas, y para un día que cae una tormenta es en la aventura del yelmo de
Mambrino, y la bacía de azófar brilla con autoridad, con luz propia, diríamos.
Otros libros nos traen entre sus páginas, como flores dejadas allí, el oro de
los días estivales en que fueron escritos. Hay autores que escriben en verano,
o que les salen mejor los libros en esos días que, aunque se sea mayor, siempre
somos niños.
Me detengo hoy en las novelas de
Plinio, de Francisco García Pavón. Veo a García Pavón a través de los ojos de
otros, como Francisco Umbral. Le veo en el Café Gijón durante muchos meses,
tardes interminables del invierno en Madrid. Sus clases en la escuela de teatro,
no sé. Su rutina ciudadana, su cotidianidad. Su familia. Pero llega el verano y
regresa a ese paraíso de la infancia: en su caso Tomelloso, un lugar de La
Mancha que para la Literatura es el territorio de Plinio, ese otro Quijote al
servicio de la ley y la justicia un poco más prosaico y menos idealista que el
Caballero de la Triste Figura, pero que se alza y se mueve como personaje de
creación también a elevadas regiones del espíritu y del Arte.
Y su creador se lleva al veraneo un
mazo de cuartillas para escribir una aventura más del jefe de la policía
municipal de Tomelloso. El lector casi ha de empezar a leer por la última página,
donde fecha y firma su obra en esos días estivales, que en la acción de las
novelas suele dilatarse hasta principios del otoño y la vendimia. Es como si
cada libro de Plinio se hiciese también como el racimo en las vides: gestándose
en silencio y en secreto durante el invierno y eclosionando con los días de
alto sol y luz interminable, para madurar, ya quizá de vuelta en Madrid, esos
días dorados y fundamentales de la tierra vinícola.
Las novelas de Plinio son una gran
veta de oro macizo en nuestra Literatura. Gozaron del favor del público y luego
fueron cayendo en el olvido, hacia finales del siglo XX. Hoy, pese a
iniciativas de admirables editores, la estrella de nuestro quijote de Tomelloso
no parece remontar. Pero esto no es achacable a Francisco García Pavón, un
autor que llevó el éxito con humildad, como sin enterarse, como si nada de eso
fuese con él, y que sobrelleva la posteridad de la misma manera. Ese elegante
escepticismo de su personaje, esa viril emoción contenida, esa grandeza y amplitud
de espíritu… como los horizontes sin fin que van cayendo hacia las sierras del
Sur, son su retrato. Y estas páginas llenas para siempre de sol, sonriéndonos,
su regalo.
Eduardo Fraile
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