Jugábamos
a los Estados de la Unión. En esas pausas maravillosas en que exhaustos y
felices casi no teníamos fuerzas ni para hablar. Habíamos planeado nuestro
viaje a Des Moines, en el estado de Iowa, y lo primero fue buscar un mapa
grande de los Estados Unidos. En la editorial de Pedro no había nada parecido ¿Yankilandia? ─decía él─ ¿Y qué se os ha perdido a vosotros allí?
Total, que acabó trayéndonos un hermoso y enorme mapa de América del Norte, de
aquellos que colgaban en las clases de nuestra niñez. Ni le preguntamos de
dónde lo había sacado, a lo mejor se lo pidió a las monjas vecinas del Colegio
de la Enseñanza. O a las del Niño Jesús, más abajo, en la confluencia con la
calle Duque de Lerma.
Al principio la cosa consistía en
escribir cada uno en una hoja la mayor cantidad de Estado posibles, pero
siempre ganaba yo, que tengo memoria fotográfica. Y luego, porque también era
un rollo escribir en la cama, íbamos diciendo alternativamente en voz alta Estados
limítrofes. Por ejemplo, ella decía: California, y yo tenía que seguir con
alguno que limitase con California, como Nevada o Arizona, y así. Total, que
acabamos sabiéndonos al dedillo el mapa, incluso la parte difícil de Nueva
Inglaterra, donde están ahí todos juntos un montón; Nueva York, New Jersey,
Rhode Island, Vermont, Maryland, Delaware, Massachusetts, Connecticut, New
Hampshire, Maine, Pennsylvania…
O las capitales. Acabamos
sabiéndonoslas todas. Iowa, capital Des Moines. Texas, capital Austin (no
Dallas o Houston o San Antonio). California, capital (¿Los Ángeles?, ¿San
Francisco?, ¿Cuál?):
─¡Sacramento!
─Bueno, ahí no vamos a llegar ─decía ella
proféticamente─ nos quedaremos en Des
Moines, a Hollywood sólo van los horteras.
Por cierto, que la primera vez que oí el
juego de palabras California/fornicación, Californicación,
lo dijo Iowa. Varias décadas después vi una película (o, bueno, no la vi) que
se titulaba Californication. Se me
vino a los ojos todo el mar, qué mar, aquel océano que habíamos atravesado
juntos en un pájaro de fuego. Y volví a oír su voz desperezándose, ronroneante
y gatuna, maravillosamente insinuante:
─¿Californicamos otra
vez?
Eduardo Fraile
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