sábado, 28 de julio de 2018

Las imprentas


Yo deseaba, ansiaba, soñaba con que algún día mi nombre estuviera en la portada de los libros, identificarme en alguno de los escaparates de las librerías que me abducían a su contemplación. Porque primero fue mirar escaparates, como suele suceder. Ya luego nos atreveríamos a entrar dentro de esas tiendas de vestidos de papel para el espíritu. Y luego las imprentas. Colarnos en los viejos talleres para que nos dieran recortes de papel, pliegos sobrantes que utilizaríamos en las clases de trabajos manuales. Y remoloneábamos por entre aquellas máquinas hermosas como dinosaurios, atendidas por obreros con guardapolvos azules. Y nos fijábamos, bueno, me fijaba yo en cómo los tipógrafos componían con sus pinzas y sus letritas minúsculas cada línea de una página, al revés.
          ─Hay cosas que hay que hacerlas al revés para que queden al derechas, decía uno de los viejos cajistas de un taller de la calle Panaderos.
          Y así íbamos aprendiendo las palabras del oficio (el de ellos y el mío): caja, galerada, componedor, tipómetro, cuerpo de letra, resma, mano, cran, errata, ceja, pelo, medio pelo… De hecho, muy cerca de donde estábamos escondidos Iowa y yo (y a veces oíamos los golpes de las offset en pleno folleteo) estaba el taller de Gráficas Andrés Martín, con doble entrada por Paraíso y también por Juan Mambrilla. Iowa, el primer día, pensó que había otra pareja cerca más inagotable y fogosa que nosotros, pero enseguida el ritmo mecánico y uniforme de la cadencia la hizo sospechar. Era la imprenta a todo meter (perdón por la tristeza), tirando de seguido.
            Faltaban años aún para que yo me convirtiera en editor (autor ya empezaba a creer serlo por entonces) y el refugio de Balneario, las dos o tres semanas que vivimos allí confundidos con los libros, me resultan hoy en el recuerdo un oasis y también una prefiguración de lo que sería mi vida en adelante. ¿Qué soy en el presente? ¿Qué hora es en este mediodía? Incluso si pienso en un reloj, las agujas pasan las páginas de un libro, y si el reloj fuese de arena ya saben mis lectores, que también lo son de Borges, a qué libro nos llevaría la asociación de ideas.
            ─Nevers, imprímeme.

Eduardo Fraile

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