La música de La Luna. Las mañanas
eran parisinas, melódicas, melancólicas, y ya desde la apertura, que solía ser
sobre las 11, con ese desgarro de la voz de Édith Piaff. Parisinas de Brassens,
de Jacques Brel, de Gainsbourg, de Moustaki, que era griego y vestía siempre de
blanco, como el pintor Jesús Capa en los veranos de nuestra ciudad. Georges
Moustaki. Se avecinaba un concierto suyo en Valladolid, en el polideportivo
Huerta del Rey, y ya se vendían las entradas en La Luna. Había que ir. Se iba
animando el ambiente desde los periódicos y la rumorología del boca a boca: que
si había pedido tal o cual cosa en el contrato, que si una habitación toda
blanca en el hotel Olid Meliá, o que si cobraba tanto o cuanto dinero de cachet. Vaya, pues ya borboteaba y
bullía la cosa hacia la plena efervescencia, y el personal estaba muy por la
labor. Qué tío, el Moustaki. Tocaba la fibra de nuestros amores, de nuestras
chicas, las hacía vibrar, y a nosotros nos gustaba también, pero esto de que
ellas babeasen por él hacía que fuésemos un poquitín más reticentes.
Con su barbita canosa y su melenita
canosa. Pero nos sabíamos de memoria todas sus canciones. Incluso alguna con
versos de nuestra propia cosecha, Nathalie,
Nathalie. Iowa y yo cantábamos muchas de esas canciones en nuestro refugio.
Nuestras voces mezclaban bien, se perseguían juntas como delfines. Eran la
misma voz desdoblada, duplicada, replicada, que se hablaba a sí misma, que se
decía cosas, o que las descubría al decírselas. Nos podríamos haber dedicado a
la canción también nosotros, pero lo suyo iba a ser más ser modelo y lo mío
callar en las palabras, la música interior de las palabras no dichas, cómo
resonaban dentro del corazón.
─Pero el tío ese irá, ¿no?
─Es posible. Va a ser mejor que vayas al concierto tú
solo.
─Que no, a mí me da igual ir o no ir, si tú no vienes.
─Vaya mierda. Ya veremos a Moustaki en París, en el
Olympia, o donde sea.
─A ver qué pasa hasta ese día…
Pedro tenía un tocata muy bueno allí
mismo y muchos discos de jazz, pero nada del griego ése de los cojones (en
expresión del propio Cordel). A mí no me
la da ese pavo. Si queréis algo bueno de verdad, ahí tenéis a Leonard Cohen.
Eduardo Fraile
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