Mi pequeño dinosaurio. Tu columna
vertebral te delata, tan pronunciada, tan silabeada (sílaba viene, sílaba va).
Tan ensalivada. Podría saltar de pico en pico sin caerme al agua, sin caerme al
abismo de ti, al foso sin puente levadiza. Me gusta más así, decir la puente
levadiza, como antes, como aún en los pueblos, las puentes, la puente.
Islas donde perderse Ulises en el regreso a Ítaca, en el retorno a ti. Tienes
un teclado de piano en la espalda. Toco, pulso, hundo mis dedos sacándote los
mejores acordes. O como más te gusta a ti: recorrer de arriba a abajo todas las
teclas a dos manos, desde la nota más grave hasta el grito final.
***
Mi ángel dorado, toda tu piel fulge
en la oscuridad. No necesito lámparas. Tu cuerpo emite luz, como si estuvieras
recubierta de filamentos de oro. Una luz interior que se comunicara, que se
manifestara a través del finísimo vello que te da calidez de pájaro, ingravidez
de ave. Levitas sobre las sábanas, no pesas, eres inmune a la Ley de la
Gravitación Universal.
***
Mi pequeño dinosaurio:
Cuando me desperté, todavía estabas
aquí conmigo conmiguito. Te acaricié el teclado de tu columna en escalera y
comenzaste a ronronear, dinosauro/gata desperezándose, estirándose de esa manera
maravillosa y peligrosa, como si te fueras a romper. Clac. Y algo crujía,
craquelaba, alguna articulación se desarticulaba emitiendo un quejido, no, más
que un quejido una corroboración de exactitud, de ingreso en la realidad, pero
una realidad también gozosa, nunca onerosa o quejumbrosa. Luminosa con la luz
que entra por la ventana con la cortina medio descorrida, iluminada por tu
sonrisa que va creciendo como un amanecer. Ay. Sólo faltan los pájaros, pero
están ahí, en el árbol de tu voz que regresa de las provincias recónditas del sueño.
─Nevers,
estás ahí.
Ya no mi nombre, que no has dicho
jamás. Yo no poeta, o mi poeta. Tu
nombre para mí, para que yo también te diga Imán, o Iowa, o mi pequeño
dinosaurio, porque este tiempo que hacemos los dos juntos (hacer el amor/ hacer
el tiempo) necesita de nuestro nuevos yoes para ser vivido. Y donde ellos se
aman no es el sueño, o la ficción, sino la verdadera y efectiva realidad. El
aire que respiramos.
Eduardo Fraile
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