Y estaba aquel que se había acostado
con más de mil mujeres (él empleaba el verbo cepillar), y lo decía sin un átomo de presunción, y esto no dejaba
en buen lugar al sexo femenino. ¿Estaría Iowa entre ellas? Y aquel otro de los
ojos muy grandes, como de un dibujo de los cuentos de Doncel que leía en mi
infancia. Su chica era también muy guapa, pero le dejó, se conoce, porque él empezó
a posar de solitario sin ella a partir de un momento dado, y su mirada se
quedaba perdida y vidriosa, y en los años sucesivos seguí viéndole de lejos y
nunca más le vi con otra (y esto quizá tampoco decía bien de sí), como
obstinándose en escupir a la cara al destino. Y Luis Asensio, que se separó también
de su mujer (él sí estaba casado) y se fue perdiendo en el laberinto de las
depresiones y el alcohol…
Eran tíos guapos, esbeltos,
masculinos hasta el límite. Derrochaban virilidad. No me extraña que arrasaran
y quizá fueran arrasados por los huracanes sentimentales que iban provocando.
Pero también estaban esos otros guapos hacia
lo femenino, diríamos, siendo plenamente heterosexuales. Pienso en Íñigo,
el novio de Elena, por ejemplo, tan etéreo e inconsútil como ella, o Luis del
Álamo, con sus ojos clarísimos y su melena de ángel de Salzillo. Yo no sé muy
bien si podía considerarme poseedor de algún tipo de hermosura, pero Iowa me
había elegido y zanjó la cuestión enseguida:
—Eres el tío más varonil que he
conocido en mi vida. Y esa barba y esa voz… Tu voz toca. Y ya, cuando sonríes,
con todos esos dientes que me quieren morder…
Y luego también los gays, que por
aquellos años —y
en aquel café donde reinaban sin mirarse y sin haber pensado nunca en ello las
chicas más guapas de Valladolid, que era como decir de Des Moines y del mundo— pues casi ni nos fijábamos en ellos, la
verdad. Muy guapo y jovencísimo era Juan, por ejemplo, que siempre admiró mucho
mis cosas y me felicitaba con alborozo y efusividad. Nunca se me ocurrió pensar
que fuese gay, y lo supe muchos años después, ya en otro siglo, cuando alguien
muy deteriorado física y mentalmente se puso a molestarme en el Café Bleu, que
no estaba muy lejos de La Luna, a calle y media, en el trozo de Simón Aranda
que desembocaba en Mantería.
Me
costó días comprender que aquella persona francamente repulsiva había sido un
bello ángel que ardió sin consumirse en otro lugar y en otro tiempo, y quizá
también, por qué no decirlo así, en otro planeta…
Eduardo Fraile
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