vámonos,
Cuando Iowa dijo: venga, es hora de comenzar nuestro viaje,
fuimos a Santander con intención de pasar luego a San Sebastián y cruzar la
frontera por Irún, pero las cosas salieron de otra manera, y desde el puerto
deportivo de Santander viajamos en un barco hasta Cabourg, en la Normandía
fancesa, el Balbec de Proust. El
barco —un yate de unos ingleses que conocimos en el restaurante en que nos
desquitábamos de muchos días de comer conservas en la cabaña de Tony— fue
bordeando la costa francesa sólo por dejarnos a nosotros allí, y esa deferencia
y ese honor eran en homenaje a la belleza de mi acompañante, a la que se le
rendían flotas británicas enteras, así que Nevers no lo vimos, pues de Cabourg
fuimos directos a París a coger el Concorde, o la Concorde, como llamaban los
franceses a su elegante pájaro.
Los días que estuvimos en Asturias
fueron bastante melancólicos, Imán/Iowa comenzó a tener esos instantes de
ensimismamiento, de abstracción, que me la arrebataban a otro lugar y a otro
tiempo. Y volvía empapada de lluvia, pero otra lluvia distinta a la de aquí.
Así que lo de irnos y comenzar nuestra ruta a Des Moines también empezó a ser
una huida de nosotros mismos, de lo que nos podía pasar en el futuro, más que
de algún peligro exterior, cada vez más nebuloso y remoto, ciertamente.
Tony nos dijo por teléfono dónde
dejar las llaves. La Luna se quedaba esperándonos en su plaza de la Cruz Verde.
Que le mandásemos postales a Pedro, a la editorial, mejor que al Café. No había
vuelto a ver señales de peligro en lontananza, pero por si acaso. Con lo que
ahora sabía yo de la historia del dinero de Imán me parecía todo más irreal que
antes, y lo que temía de verdad era despertarme cualquier día sin Iowa a mi
lado y que todo hubiera sido un sueño, un espacio entre dos palabras, una
vacilación entre dos sorbos de café. Aún así, habría merecido la pena. Y si la
había soñado —o si la estaba soñando— yo ya no quería recordar. Recuerde el alma
dormida/ avive el seso e despierte…
***
Descripción de la pareja británica
con la que coincidimos casualmente en el restaurante de Santander (todas las
sillas eran distintas). La pregunta, tantos años después, sigue siendo: ¿casualmente? Estamos devorando un plato
delicioso de berenjenas rellenas, que hemos pedido porque se llama el imán levitando (en cada plato las
berenjenas simulan las babuchas del imán). Estamos solos, teníamos tanta hambre
que hemos entrado nada más abrir. Y justo casi después llegan ellos, una pareja
muy atractiva, él con gorra de marinero, ella toda de blanco vaporoso. Sobre
los 40 los dos. Hablan en inglés, entre risas, y se sitúan cerca de nosotros.
Noto enseguida la mirada codiciosa de él con respecto a Iowa. No intenta
disimularla, sino que se hace casi descarada. Ella me habló la primera vez de
cómo le afectaba el deseo de los demás, pero en este caso parece casi un juego,
de hecho, al punto se levanta y viene a nuestra mesa. Se presenta y se
disculpa. ¡Es tan bella! Total, que acabamos los cuatro juntos, y no estuvo
mal. Casi mundanos, casi naturales, casi encantadores. Pero se notaba ese
‘casi’, o al menos lo notaba yo. Ella reía como intentando borrar con su risa
lo que de abordaje en toda regla había tenido aquella maniobra en principio
inocente y, ya digo, ¿casual?
***
1. — ¡Anda!
y pensáis ir a París en tren...
¿Por qué no os
venís con nosotros por la costa hasta Normandía?
2. — ¿De
verdad? ¡Sería genial!
(Iowa)
3. — Pero
¿cómo es vuestro barco? ¿cabemos todos?
4. — Está
bastante bien, tiene 5 camarotes, así que hay espacio de sobra
5. —
No sé, no sé...
— Venga, decid que sí
6. —
¡Vale! Vamos con vosotros. ¿Cuándo pensabais salir?
7. —
Mañana temprano, pero veniros al yate ya, y os lo enseñamos
8. —
Nuestras cosas están en el hotel
— Claro, os acompañamos y
tomamos allí un café de despedida
9. —
¡Ale! ¡A navegar!
Eduardo Fraile
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