Alfonso (Alfonso Torrijos, que tardé mucho
tiempo en saber su apellido) siempre estaba en la barra tomándose un verdejo
con alguna alemana. Le recuerdo más en la luz de la hora de los vermuts o en la
primera de la tarde, y entonces he de evocarle entre cafés e infusiones, pero
siempre de pie, como atornillado en el suelo, o como si las suelas de sus
sandalias (usaba sandalias en toda estación, en invierno con gruesos calcetines
de lana) se hubieran derretido y fundido a las baldosas amarillas de La Luna.
Debió ligar en tiempos ─y la recuerdo
también, con sus vestidos ibicencos y el pelo de oro cayéndole en tirabuzones
sobre el blanco algodón─ con una walkiria de ésas de las óperas de Wagner que
hubiese venido un verano a estudiar español al sitio donde mejor se habla el
español del mundo, como descubriera en alguna publicidad universitaria. Y
luego, pues las alemanas se iban pasando el teléfono de Alfonso, y él les
encontraba piso y les abría las puertas y la sonrisa de nuestra proverbial e inmerecida
hosquedad castellana. Le debieran haber dado una medalla de fomento al turismo
o algo, que las autoridades siempre acuñan medallas para este menester. O las
acogía en su casa, una buhardilla por García Morato, cerca de la estación de
autobuses, hasta que ellas se iban integrando en la ciudad.
Alfonso era calderero (tinker, taylor/ soldier, sailor…) y trabajaba en la Renfe. Luego
lo dejó y anduvo dedicándose a la restauración de órganos de iglesia, con sus
miles de tubos de metal por donde el aire era convertido en sonido, en música,
en palabras que venían desde la eternidad. Le sigo viendo a veces, ya sin
ninguna alemana a la que proteger, a la que amar quizá, con sus sandalias y su
calva abacial, monacal, no sé, quizá lo de las sandalias fuera en homenaje a
aquella primera novia que también las llevaba, lo recuerdo, con tiras que iban
cruzándose en sus piernas preciosas.
Veo más estas ausencias que no llevamos al
lado, del brazo (porque él también evocará otras mías cuando nos encontramos)
que las presencias en que nos hemos llegado a convertir. Sin embargo, yo sigo
siendo aquel joven que se quedaba hablando un momento en la barra con Alfonso y
su exótica conquista nibelunga.
No sé cuál fue la causa, pero se quedó sin
aquella buhardilla, que pasó a ser de Nines, la camarera, y estuvo un tiempo
viviendo en el almacén de la editorial Balneario, de Pedro Gómez Cornejo
(Alonso Cordel), de quien ya se ha hablado aquí. Yo también estuve unas semanas
refugiado allí, en Juan Mambrilla, 13, entre los libros de poesía, con Imán.
Pero ésa ya es otra historia, ¿o quizá no?
Eduardo Fraile
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