Llevábamos
cada uno nuestro taco de santos de
las cajas de cerillas
(toreros,
mariposas, trajes regionales, locomotoras, futbolistas…)
atado
con una goma del pelo de nuestras hermanas,
y
en los recreos trazábamos una línea con tiza en la pared
para
irlos dejando caer desde esa altura, alternativamente.
Cuando
un jugador montaba con el suyo sobre
alguno de los santos caídos
[en el suelo,
todos
para él. Era un juego sencillo, y como las canicas
o
las chapas o las peonzas, iba por épocas,
por
modas, no se sabía muy bien cómo, pero un día uno cualquiera de nosotros
aparecía
con su taco de santos, o de calendarios, y en poquísimo tiempo
toda
la ciudad jugaba a esto, o a aquello,
o
a lo de más allá.
Tras
las tapias de un colegio, en la calle José María Lacort
de
Valladolid, el niño que fui allí deja caer los santos
(que
quizá llevan impresas las portadas de los libros
que
escribiré el día de mañana), y también, paulatinamente, va cayendo
la
tarde de este lado, las golondrinas que se fueron, el sol
naranja
del otoño, la vida, este poema…
Eduardo Fraile
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