Cae la hoja del calendario, del
árbol de los días que se van, que regresan, quién sabe. Los días. Los putos días, jodidos cabronazos
(Bukowski). Cae la manzana de Newton del otoño, las uvas de Vivaldi, los violines
de mi corazón. El otoño es la estación de los poetas, he oído decir alguna vez,
y sí, aunque yo lo veo de otra manera, tomándolo en sentido literal: el poeta
espera en la estación del Otoño. Espera un tren que no vendrá. No podré asistir a mi cátedra del lunes,
telegrafiaba Machado al director del instituto de Segovia donde daba sus clases
de francés. Iba a poner ‵esas pocas palabras verdaderas′ al llegar a Madrid para pasar el fin de
semana, casi todo el tiempo sentado en el Café de las Salesas, donde
seguramente Guiomar aparecería en algún momento… o quizá no, y las horas iban
sucediéndose lentas como dinastías, o como edades de piedra contra el cristal
de los vasos y la jarra del agua (esa fotografía que le retrata con el sombrero
puesto y las manos en la curvatura del bastón, mirando al interior de sus pensamientos).
Recorre mentalmente los meandros de un soneto, más por engañar al tiempo que
otra cosa, árbol en el otoño él mismo, que se imaginó en otra tierra —la tierra que cubre a Leonor— olmo reverdecido por la primavera… No me será posible estar el lunes, o
quizá nunca ya, piensa el poeta para sus adentros, en mi cátedra, en mis clases de Montaigne, con quien tanto conversa
en esas otras horas de la pensión segoviana, esa habitación que podemos visitar
hoy como quien entra en la desesperanza, en el desasimiento, en el desamparo
total del alma… El otoño del alma, se podría titular esa habitación interior
del poeta. No podré estar el lunes en mi cátedra,
señor Director, porque he perdido el tren de hoy… y el de mañana.
Eduardo Fraile
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