Me envía una amiga francesa esta
postal, que he clavado inmediatamente con una chincheta en el muro de mi
corazón. No a la rentrée. No y no y
no. Éramos niños y no queríamos volver a la ciudad, al colegio, a las Ferias de
Valladolid, a montarnos en los caballitos de la Rubia. Éramos niños que
lloraban en los carruseles, para que la fuerza centrífuga limpiara nuestras
lágrimas y nuestra madre no tuviera que preguntarnos, porque no sabíamos
nombrar esa angustia que crecía en nuestra almita como los quitadesayunos en
las eras los primeros días de septiembre. Ay. Y aparentábamos sonreír, con no
mucho éxito, la verdad, pero nuestra palidez se achacaba enseguida al mareo de
la noria, o a los charlatanes de las tómbolas, o al olor a frituras, o al humo
de los puros de los hombres que iban a los toros en el mismo autobús del paseo
de Zorrilla que habíamos abordado nosotros.
Los autobuses que iban al real de la
Feria, o a la Feria de Muestras, o a la plaza de toros, llevaban unas
banderillas de España en los extremos del frontal. (Cuando era San Isidro o San
Cristóbal les ponían unos manojos de laurel.) Y así fuimos creciendo, pero esa
herida no se nos curaba, y cada mes de septiembre volvía a sangrar gotas
violeta (de los quitadesayunos, de las rayas de la camiseta del Valladolid, de
los bolígrafos que nos manchaban los dedos de las manos). Y ya íbamos solos a
las ferias, o directamente no íbamos. Para qué. Ya iba forjándose en nosotros
la rebeldía de la adolescencia, la conciencia de nuestra individualidad, e
intuíamos que nuestro lugar, nuestro sitio, no estaba entre la multitud. Y si
nos daban algo de dinero nos lo gastábamos en libros.
Así que año tras año fue creciendo
dentro de nosotros un árbol con sus hojas (sus páginas) y sus círculos concéntricos
como capítulos, como vueltas y revueltas en la noria de la vida. Y llegaría ese
septiembre (en septiembre se tiemble,
rezaba el refrán, porque ya refrescaba) en que algo dentro de nosotros
pronunciase ese «no» que venía madurando como un fruto redondo, una manzana de
oro que cayó por su peso, y en virtud de la Ley de la Gravitación Universal, de
Newton, y quizá no regresar supusiera una angustia todavía mayor, pero ese acto
fundacional contenía en sí la semilla del gozo, de la emoción y de la aventura
interior que comenzaba en ese instante, en ese punto de partida, de salida de
Don Quijote, de inauguración, de botadura, de nacimiento, de estreno…
Eduardo Fraile
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