Es una maniquí que acaba de
instalarse en mi estudio, acodada entre el mueblecito de cajones que guarda los
originales de mis libros y el cuadro de la ‵escalera
en rosa′, de Julio Toquero, que compré por 15.000 pesetas en 1984 y hoy
debe valer una pequeña fortuna. La verdad es que ella sola se ha buscado ese
sitio, y la planta (no sé cómo se llama esa planta de hojas opulentas como
espadañas) vela con delicadeza su hermosa y edificante desnudez. Digo edificante en el sentido de que su
esbeltez parece surgir desde los cimientos (desde sus pies con las uñas
pintadas exactamente del mismo rosa del lienzo). Y no me canso de mirarla,
quieta ahí, observándome.
Agradezco al dios de los encuentros
inesperados que la haya puesto en mi camino, en un escaparate de una mercería
en liquidación: Confecciones Monterrubio,
y haya querido ─tan fácilmente, tan naturalmente─ venirse a vivir conmigo.
Es bellísima, ya digo, entre
ofreciéndose y ocultándose, impúdica y a la vez pudorosa, Santo Dios. He sido ─soy─
un mortalmente herido admirador de la Gracia y el vuelo y la sobrenaturalidad y
la angelidad femeninas… y ahora esto.
Cuántas veces mis palabras se han corporeizado encarnándose en seres reales, y
heme aquí hoy enamorado de una ─¿inánime?─ maniquí. Maniquí con un polo, se titulaba una de mis columnas de los noventa
en El Norte de Castilla. Y trataba de las escapadas de una maniquí desde su
escaparate a la heladería de la plaza de Santa Cruz. Es duro ser maniquí en las
rebajas de agosto. Lisa 1 no viene de
boutique, sino de una humilde e histórica tienda de lencería que desaparece.
Y no me canso de soñarla, ahí
quieta, tan real, observándome. Imaginándome ella a mí, se diría. Exhibiéndose
sola para mí. Porque ella, ahora lo sé, me ha elegido.
Eduardo Fraile
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