Mi madre nos bañaba en la cocina,
junto a la lumbre de paja,
dentro
de un barreño de zinc. O en el corral al sol,
en
la pila de piedra del pozo. Luego, un verano, el verano del agua
─de
la acometida del agua corriente─, la abuela hizo un cuarto de baño
como
los de la ciudad, y eso, que en principio parecía un adelanto
¡un
adelanto!─un adelanto, decían
orgullosos, en el pueblo─ a nosotros no nos hizo [mucha gracia…
En
Madrid y en Valladolid nuestro aseo era pequeñísimo,
sólo
la bañera que puso la abuela Evarista no hubiera cabido allí.
Y
esto fue sólo el principio. El principio del fin.
La
gente empezó a comprar televisores y a vender las camas
de
bronce, incluso los colchones de lana, que intercambiaban, encantados,
por
otros de muelles. Y las cocinas de butano
clausuraron
las benditas chimeneas, y las calefacciones
cerraron
para siempre la trampilla de las glorias…
¡Ay,
Señor! Hasta el abuelo Bernardino
vendió
la noria del huerto al chatarrero
por
800 pesetas. Tendría yo 8 o 9 años
y
lloré mientras unos hombres con marras
la
rompían en trozos. Lo sigo viendo hoy, oigo los golpes
que
impactan contra mi corazón.
Eduardo Fraile
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