He hablado en otra columna de María
Zaitegui, que pasa una noche o dos en Castrodeza al volver hacia Almería desde
el verde (todos los verdes del verde) o la verde, que no sé muy bien si esa
tierra es masculina o femenina, Euskadi. La diversión, lo que más le gusta a
ella de mi casa es ver a las pequeñas golondrinitas asomarse al borde de la
copa del nido, o si volasen ya, llamarlas de esa manera en que yo las llamo,
tratando de imitar sus chilliditines, y ellas vienen enseguida, convocadas por
una vocecilla musical que reconocen y aman. Y sacar agua del pozo, con los
guantes de jardinera que le quedan enormes, para que no se le manchen las manos
del óxido de la cadena. Y así, entre los vuelos cortantes y acerados de las
aves que juegan y el chirrido de la polea, esa hora de la siesta se llena de
frescor y de humedad riquísima, mientras su hermano Teo persigue lagartijas por
la tapia del sol, como Alfanhuí, o entre las piedras de molino, como lunas
caídas, y Diego, el padre de los dos, mi amigo el librero de Book Cake, se repone de la distancia y
el tiempo y yo leo este libro con las hojas en blanco.
Eduardo Fraile
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