Con esta maravillosa expresión, que
sale mucho en el Quijote, se significa lo que hoy llamaríamos hacer buena pareja. Los dos como para
ser uno, para ser fundidos en uno, convertidos en uno en adelante. Hechos el
uno para el otro, pero con mayor profundidad si cabe: hechos los dos para ser
uno, para juntarse con tal fuerza que de esa unión (unión, la palabra lo dice) resulte un solo ser indisoluble.
Ay la indisolubilidad, palabra hermosa y dulcísima (parece que se nos
hace la boca en agua) y a la vez
durísima y terrible. Mientras dura el amor, la flor efímera del amor, todo anda
acompasado en el fluir del universo, y dos corazones laten al unísono, con
unanimidad (con una sola ánima). Pero pasará ese milagro, que atenta contra la naturaleza,
y volverá la dualidad, y la unicidad no será la de dos almas que se convierten
en una. Y ya no nos parecerán los dos como para en uno, sino como para en dos.
Escribo estas palabras bajo la
mirada atenta de las golondrinas, quietas y calladas (en su silencio elocuente)
sobre las ramas del almendro. Entre las sorprendentes coreografías con que me
obsequian, la que prefiero es el baile (a velocidad inmensurable) de una pareja
en exhibición acrobática. Juntas en quiebros, picados, frenazos, loopings, sprints… como si fuesen una y no dos…
Quizá nosotros también hayamos hecho
esa figura en nuestros grandes amores. Cosas que no se pueden ensayar y que
suceden porque parecerían escritas en las líneas del destino, en esos
borratajos incomprensibles y delirantes que luego se revelan como rosas serenas
de eternidad.
Eduardo Fraile
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