Otra
de las cosas inherentes (e indisociables
y
podríamos decir también suyas propias
(como
propietario) del verano, era el Tour.
El Tour.
Decir el Tour de Francia era de abultos.
Qué
otro Tour iba a ser. De qué otro sitio.
Dónde
más corrían esos días Eddy Merx y Luis Ocaña.
(Y
corrían a muerte contra el tiempo y el espacio,
que
solían ser montañas que se bajaban a mil, a tumba abierta).
Y
nosotros estábamos ante el televisor de la abuela
Evarista —ITT,
Telefunken, Elbe, Westinghouse—
con
su estabilizador al lado, que se recalentaba,
y
el abuelo Bernardino nos decía con desaprobación:
—Hay que apagar un rato, que se
enfríe.
—Que no, abuelo, cuando acabe la
etapa.
Los
primos Valles (sólo los chicos hacíamos una docena)
nos
apretábamos en torno de la pantalla cóncava
que
chisprroteaba:
—¿No veis que ya hace mucha nieve?
¡Se va a fundir!
—Que no, abuelo, que eso es de allá.
Replicábamos,
queriendo decir que no era una avería
del
aparato, pero aun así lo apagaba
y
permanecíamos unos minutos como en oración
esperando
a que se refrescara. Era verano
y
había muchas interferencias siempre, y más en las conexiones
de
Eurovisión. Las imágenes en blanco y negro
a
veces aparecían como un espejismo en el desierto,
oscilantes
y desvanecientes, o bien como desbaratándose, como desmoronándose,
en
puntos blancos (y eso era la nieve). Intuíamos
más
que otra cosa que aquello eran ciclistas
escalando
los Alpes o los Pirineos, con sus cumbres nevadas
de
verdad.
—¡Hala, se acabó! ¡Todos a la era a
aparvar!
Eduardo Fraile
No se...¿como puedo expresar las emociones que siento al leer "las nieves perpetuas"? quizás sea algo parecido a cuando cogiamos el porrón con vino y gaseosa y sin que nos vieran en casa echábamos un buen trago (si conseguiamos abocar) y nos mirábamos riéndonos, saliendo escopetados de la cocina.
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