El verano de la acometida del agua
fue el de 1970 o 71, y no es que hubiera una riada o algo así, sino que se
llevó el agua corriente a las casas, y nuestras madres y nuestras tías ya no
tuvieron que ir más a lavar al río, o a por agua al caño para beber, con
aquellos hermosos cántaros que se ponían en la despensa, todos en fila, para
dar frescor. Pero durante ese verano el pueblo vivió como en una guerra de
trincheras, todas las calles levantadas, con zanjas profundísimas que había que
atravesar pisando con cuidado sobre tablones o sobre trillos viejos, o sobre
aparvadores que ya no servían para aparvar. Personas y animales, porque las
vacas y las caballerías tenían que cruzar igual sobre aquellos puentes
provisionales. Y luego vendría la locura de los cuartos de baño y las
griferías, y las pilas blancas para fregar los cacharros en la cocina. Cuartos
de baño de dimensiones extraordinarias, no como los de la capital, que tenían
como mucho tres metros cuadrados. Y en todos, el videt, que aquí se llamaría lavapiés, y una bañera larguísima como
para compensar siglos de haberse tenido que bañar en barreñones de zinc. Y
cosas nunca vistas hasta entonces, como los rollos de papel higiénico o los
cepillos de dientes o los secadores para el pelo.
El pueblo entraba en la modernidad.
Ya había muchas casas con televisores, y estaban el teleclub y el bar, para
quienes no tuvieran todavía el aparato. Nosotros ya vivíamos en Valladolid,
aunque yo me acordaba de nuestra casa de Madrid, que nunca debimos abandonar,
pero los veranos de Castrodeza eran sagrados, puros, infinitos y llenos de
mundos por descubrir. Aquí no había nada que temer, excepto al sol (y nos
poníamos nuestros sombreros) y las avispas. Las abejas eran buenas, bastaba con
pasar con cuidado por las fachadas donde había colmena, pero las avispas, que
pululaban por los alrededores del río, a las puentes, picaban porque sí, y ni
con barro fresco se podía calmar ese dolor.
Y eso, que hubo un verano en que
todo se llenó de tuberías y de desagües, y de arquetas y tapas de
alcantarillas. Y de llaves de paso. Y de sabor a cloro, porque el agua
corriente ya no iba a saber en adelante a pozo, a fuente, a barro santo de
botijo, a manantial.
Eduardo Fraile
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