Íbamos a por agua al caño, con los
botijos y los cántaros, a veces con el carretillo de madera donde las vasijas
de barro encajaban cada una en su agujero, porque tantas veces va el cántaro a la fuente… Y más nosotros, que éramos
muy niños y bien de cacharros romperíamos. Íbamos con nuestras madres, nuestras
tías, llevando el botijillo más pequeño, y luego, según fuimos creciendo, ya
nos atrevíamos a llevar cantimploras a las eras, que sólo tenían una boca en el
centro y se tapaban con un corcho, sin asas ni nada, una todo lo más, propias
para ser acomodadas en las alforjas, junto a las fiambreras.
La despensa de la abuela Evarista,
llena de frescor, con los vasares repletos de pucheros y orzas que contenían la
matanza, la nasa para el pan en una esquina, las alcuzas del aceite, las
lecheras de la leche… y las vasijas de barro rezumantes, que eran las que
creaban esa atmósfera de cava, de bodega, de pozo, olorosa de arcillas crudas y
vidriadas… En esa dependencia, aneja a la cocina, no nos podíamos quedar mucho
rato, no nos fuésemos a resfriar. Otra cosa es que quisiéramos escondernos, y
entonces elegíamos la nasa, y nos metíamos dentro, entre los panes. Y entre el
olor a barro cocido y a pan (que también era harina cocida), a veces nos quedábamos
dormidos, y al cabo venían a encontrarnos nuestras madres, nuestras tías, ay este chico, este chico.
El caño tenía un pilón lateral de
grandes dimensiones para que bebieran los animales. También se decía que en las
fiestas del 8 de mayo los mozos tiraban allí a los forasteros, pero nosotros
nunca íbamos a las fiestas de Castrodeza. Como para ir, desde Madrid, no nos
fueran también a tirar a nosotros…
Eduardo Fraile
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