Pocas veces íbamos a Castrodeza por
Semana Santa, pero de las veces que fuimos lo que más me gustó de los Oficios
fue la vigilia del Sábado Santo. Se hacía ya cuando había anochecido, y
teníamos que llevar cada uno nuestra vela de casa, una vela grande de cera
blanca (de cera color cera de pueblo, de marfil curado como los chorizos, que
pendían de las vigas del techo, en la cocina).
Y a esas velas de cera de las abejas
del abuelo había que ponerles nuestro nombre, rayándolo con una punta o una lezna,
y luego pasando por encima un dedo de pimentón. La ceremonia del cirio pascual
no sabría hoy decir muy bien en qué consistía, pero la cosa es que había que
dejarlas todas juntas (para que las bendijese el cura, o algo parecido) y por
eso luego, al irlas a coger, se armaba allí un respetuoso barullo, cada cual
buscando su nombre, su vela, como si la propiedad privada fuera un principio
que ni la religión se atrevía a poner en entredicho, con lo hermoso que hubiera
sido donar cada uno su vela como ofrenda y luego recibir la que le tocara,
mejor o peor (más o menos eran todas parecidas), en el reparto de la gracia
divina, o de la iluminación del Espíritu Santo, o lo que fuere. Pero quizá eso
era posible confundirlo con el Comunismo.
Luego esas velas se usaban, a ver,
sobre todo durante las tormentas, cuando se iba la luz. Lo digo porque sería
maravilloso encontrar en alguna lata de Cola-Cao algún cabo de vela con mi
nombre de niño, quizá uno de mis primeros autógrafos fuera de los cuadernos
escolares, quizá mi primera dedicatoria, no sobre un libro, no sobre un árbol o
sobre una pared, no en la arena de una playa, sino en una libra de cera que yo
no había fabricado, pero cuya llama salía de mi corazón.
Eduardo Fraile
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