Con qué cuidado, casi
con qué temor, abríamos de niños la puerta de la habitación (de la alcoba,
decíamos entonces) y, si éramos los primeros en despertarnos, bajábamos a la
cocina o a la gloria, en aquellas casas grandes de pueblo, durante el verano.
Qué sensación clandestina cuando caminábamos con pasitos de gato (quizá de pájaro,
más bien de ángel) por aquellos caserones donde todo hacía ruido, chirriaba y
tenía eco, mientras los adultos dormían tras las puertas enormes, severas e
infranqueables.
En la gloria, un reloj colgaba de la
pared y contaba sonoro los segundos como quien chasca la lengua. Un calendario
de taco del Sagrado Corazón anunciaba el santo del día y la fase de la luna. A
mí me gustaba mucho arrancar la hojita, como si yo fuera el heraldo (mudo) del
nuevo día, como si sólo con aquel gesto amaneciera de verdad. Sobre la mesa, un
ejemplar atrasado del diario que se editaba en la capital de la provincia (el
periódico en el que, algún día del futuro, alguien pondrá a la venta una
máquina de escribir Royal, una máquina poética que luego sólo sabrá escribir
versos –y quizá algún artículo de periódico que también será pura poesía–).
Luego, hasta que todos despertaban, el
niño se arrebujaba en una manta y entretenía el tiempo con un libro (¿qué otra
cosa mejor podría hacer?), una de esas novelas que había llevado desde la
ciudad, prestada por una biblioteca pública, porque en la casa del pueblo no
había libros.
Quizá aquella novela era El camino de Miguel Delibes. O quizá el Quijote.
Muchos niños de ciudad hemos pasado
los veranos en el campo, como pequeños frayluises, y tenemos recuerdos
similares: el mismo sol nos acariciaba a todos, nos emocionaban los mismos los
libros, jugábamos exactamente en la misma calle (aunque estuviéramos en
provincias diferentes), nos bañábamos filosóficamente en el mismo río y yo
diría que nos enamorábamos de la misma persona (no importa su nombre ni su
sexo).
Pero sólo uno será el dueño de esa
máquina de escribir Royal. Todavía no sospecha que será poeta. O quizá sí. Ese
niño estaba lleno de amor y quizá intuía que tendría que contar (que contarnos)
todo lo que veía y sentía. Por eso caminaba con los ojos y los oídos muy
abiertos. Para que nada se perdiera en el desagüe del tiempo.
Podemos dar a ese niño el nombre de
Eduardo Fraile.
Eduardo Fraile es un hijo castellano
de Proust, tan sensible, tan sensitivo, tan amante de la belleza como él, con
el mismo afán de salvar el tiempo vivido (que no perdido) y de compartirlo con
sus lectores. «Mirad todo lo maravilloso de la vida», parece decirnos. «Estaba
ahí, delante de nosotros, y no sabíamos verlo».
Eduardo Fraile ha llamado a su
pueblo Castrodeza; a su ciudad natal, Madrid; y a la otra ciudad donde se crió
y completó su infancia, Valladolid (y allí sigue, como un niño grande). Son
lugares que aparecen en los mapas. Cualquiera puede visitarlos; son sitios
reales, podríamos decir. Sin embargo, su verdadera existencia, la más honda y
conmovedora, está en los versos y las líneas donde Eduardo Fraile los menciona:
pertenecen al territorio de la literatura, esto es, al de la memoria, la
fantasía y la belleza.
Castrodeza, por ejemplo, es uno de
los nombres del Paraíso, la capital de un país feliz que se llama Verano (con
mayúscula, como España). Este Verano, durante la infancia, es una nación ubérrima
y casi ilimitada, tan extensa como aquel reino de los siete mensajeros que
cuenta Buzzati y cuya soberana debería ser la dulce infanta Margarita. Tal
reino tiene una frontera de quitadesayunos («quitameriendas», llamamos a esas
flores en Burgos) y en él crece un cerezo con las iniciales del primer amor (que
es el verdadero Árbol del Conocimiento). Hay también un ángel con una espada de
fuego que guarda el Edén. Pero esa tea, lejos de asustarnos o de expulsarnos de
allí, nos ilumina el camino de vuelta a aquellos veranos infinitos. En
Castrodeza, gracias a la memoria de Eduardo Fraile, vemos a esas personas que
traspasaron las puertas de la vida pero que se resisten a dejarnos. Allí están,
otra vez afanados en sus cosas, Luisito, el cartero, que lleva la
correspondencia a cada casa aunque esté mal escrita la dirección en el sobre, y
el abuelo Bernardino («ay, qué jodíos niños», se queja ante el alboroto
infantil), y la hija de Ramón, el taxista; el alguacil Severo (a quien hirió un
rayo); la abuela Evarista (que reparte la propina a una fila de diecisiete
nietos); una madre (la madre) que baja a lavar y tiende las prendas sobre los
cardos con ese mimo que vemos en las Vírgenes de Rafael o Sebastiano del
Piombo. Todos son como figurillas de un bellísimo belén napolitano trasplantado
a Castilla. Estas personas pasaron por la vida, la iluminaron con su bondad,
ahora son ángeles y siguen aquí, con nosotros. «Miradles», nos dice Eduardo
Fraile. Si pegamos el oído sobre las páginas, las oiremos latir. Si atendemos,
podremos escuchar un coro jubiloso de querubines siempre alegres que, como
golondrinas o abejas, revolotean alrededor del niño.
Este libro tiene tres partes. La
primera («La razón») está compuesta por 48 artículos que se publicaron en el
periódico homónimo, en su edición castellanoleonesa, en una sección titulada
«Sobre los ángeles». Las otras dos (cuyos títulos completan la frase
cervantina: «…de la sinrazón» y «…que a mi razón se hace») tienen, cada una,
otros tantos textos, muchos de ellos en verso, y aparecieron en ese mar
insondable al que llamamos Internet. No todo son evocaciones del pasado, ni
mucho menos. Hay también comentarios de actualidad, recomendaciones de
películas, novelas o exposiciones. El conjunto conforma un verdadero
devocionario (esto es, un libro de devociones artísticas: un canto a la
literatura, el cine o la pintura) y un autorretrato milagroso: cuando Eduardo
Fraile se mira en el espejo de su vida, es muy posible que el lector contemple
su propio rostro y repase las emociones más hondas de la infancia, de la dorada
juventud («negli anni d'oro della mia gioventù», diría Giorgio Bassani, el hijo
italiano de Proust, hermano por tanto de Eduardo Fraile) y de la madurez. El arte,
la memoria, el amor y la belleza son los cuatro pilares sobre los que se alza
este palacio de cristal desde el que se contempla el vuelo de los ángeles.
A mí me parece asombroso que estos
artículos se publicaran en las mismas páginas donde iban las noticias del día,
junto a las ásperas columnas políticas, los anuncios, los pasatiempos o el
horóscopo, todo tan fútil y efímero que convierte al periódico, al día
siguiente de su publicación, en un papel viejo (apto, como se dice en este
libro, para limpiar cristales, alimentar cabras o usarse de papel higiénico en
la cuadra). Pero ahí, en los surcos entintados de un periódico (y luego en
Internet) florecieron los textos de Eduardo Fraile, tan delicados como los
quitadesayunos en el campo, bellísimos como los paneles de un retablo pintado
por Fra Angelico.
Y yo, hoy, me siento muy afortunado por
ser el ángel anunciador de esta obra maravillosa, el que primero pisa su
umbral, el niño que abre la puerta y se detiene aquí temeroso, agradecido,
bañado por la luz dorada que desprenden las páginas que vienen a continuación.
Son tuyas, lectora, lector.
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