He dicho siempre que no a las
antologías, aunque no lo he debido decir con suficiente convicción, pues
participo (o me han hecho participar) en una docena larga de ellas. A las
antologías colectivas, me refiero, no a las de la propia obra de un autor. En
este caso les veo más sentido. Es muy interesante fijarse en qué le ha llamado
la atención al antologista (si es otro) o por qué elige ─o salva─ su creador, en
el caso de las autoantologías, tales textos y no otros, que en definitiva es el
mejor retrato que puede hacer (y darnos) de sí mismo. Y cómo ese retrato, ese
autorretrato, cambia con el tiempo (véase, por ejemplo, Juan Ramón Jiménez).
Las otras antologías, y más si se
pretenden canónicas, o generacionales, o simplemente panorámicas de un tiempo o
un país, una lengua, o temáticas también: de poemas de amor, pongamos el caso…
No sé. Están muy bien para comprarlas en el Rastro siglos después (o aunque
sólo sean décadas) y para darnos cuenta ─sic
transit gloria mundi─ de cómo el olvido cumple su maravillosa misión de
agujero negro donde van a sumirse el oropel de los astros pequeños y la
pedantería de los egos inconmensurables.
Hoy he comprado en uno de los
puestos dominicales de la Fuente Dorada (Valladolid) una curiosa antología de
1908: «La musa nueva. Selectas
composiciones poéticas coleccionadas por Eduardo de Ory, con un prólogo y notas
del mismo. Zaragoza, Librería de Cecilio Gasca, Coso, 33». Del antologista no podría decir otra
cosa que no fuera emparentarle con Carlos Edmundo de Ory. De los antologados,
94, si no he contado mal, y que supuestamente formaban la juventud de la poesía
española en el despuntar del siglo XX, sólo tres nombres son identificables
para mí, que soy un profesional, 108 años después.
Me ha pasado esto mismo con otras
antologías por el estilo, famosas y concienzudas muchas de ellas, como la de
González Ruano, que alcanza precios exorbitantes en los portales de Internet.
Quizá en el improbable futuro (si es que el mundo consigue sobrevivir a nuestra
estupidez) alguien abra, como acabo de hacer esta mañana, alguna de esas
antologías donde comparto fila en la página del índice. Y quizá, como me ha
sucedido a mí, su mirada resbale por unos nombres que no le dicen nada,
borrados de la memoria literaria por esa goma de borrar de nata que olía tan
bien en nuestra infancia… Y ojalá sea mujer y sea hermosa, y tan joven como sea
posible para reconocer el mío… Y se la compre.
Eduardo Fraile
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