Todas las Navidades desde entonces tenían un poco el
sabor del libro de Cortázar, ese libro magnífico que había surgido al amor de
la lumbre de un capítulo de Rayuela, de su rescoldo, mejor dicho, y que
además ahondaba su misterio, penetrando en regiones apenas apuntadas por el
texto fundacional, y ya se convirtió, quizá esas Navidades en que sin saber
cómo llegara a nuestras manos una primera edición, en un rito privado leer 62/
Modelo para armar esos días que tan difícil es encontrar un café abierto en
España, donde se celebran la Nochebuena y la Nochevieja hasta el amanecer.
El caso es que a las ediciones de Rayuela (46) se
han ido acumulando en el estante de Cortázar las de 62 (21). Españolas y
francesas la mayoría, y esas otras que he ido encontrando por ahí en mis viajes
exóticos. Siempre me toca el ala de su misterio profundo, ya digo. Quizá el
primer sorprendido debió ser el autor, que iba tanteando esas regiones confusas
por donde se puede caer en otra realidad (no sólo puede verse en Rayuela,
sino en la mayoría de sus relatos), y en un momento dado está ya ahí, caminando
por la Ciudad, ese territorio plenamente surreal y escalofriante donde
acceden los personajes por esas grietas inesperadas del continuo espacio/tiempo
de la narración. Porque el autor decide ser el protagonista (y porque el lector
decide serlo también, con lo que acaba siendo de algún modo el autor).
Todas las veces que he leído este libro su magia se ha
trasladado de forma natural a mi vida. La primera vez tenía 20 años, y el final,
en que los personajes va abandonando paulatinamente el tren que les devuelve a
París tras la inauguración de una estatua en Arcueil, coincidió conmigo en uno
de aquellos coches de 2ª con asientos de escay que paraba en todas las
estaciones, en un regreso a Valladolid. Iba cayendo la tarde, y casi ya me
costaba leer aquellas páginas imposibles de la edición de Bruguera, y también
yo me iba quedando solo en el vagón, en el silencio, y lo que sucedía en la
realidad y en la ficción eran el mismo texto calcado, el mismo magma
deslizándose, y el espanto creciente de no saber muy bien quién era, el mismo
hueco que se abría voraz en el crepúsculo, la misma rendición, el mismo
escalofrío…
Eduardo Fraile
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