La
panadería del señor Pepe duró en el siglo
XX
y entró tímidamente por la puerta
del
XXI, como cuando íbamos nosotros con las huchas
llenas,
agitándolas como si fueran sonajeros
a
que nos cambiase aquellos montoncitos de zinc
(las
perras gordas y las perras chicas) y de cuproníqueles
(las
de dos reales con agujero). De hecho sigue ahí
aún,
con las letras repintadas sobre la pared blanca
de
la fachada. No sé si se despacha todavía,
si
quienes la regentan son los descendientes de aquel hombre
que
nos daba regaliz y grageas de colores.
Los
últimos años, cuando me acerco por el barrio
de
Bilbao, suele ser por la tarde. Llego a García Noblejas
en
el Metro, y me doy un paseo hasta San Telesforo
10,
y me siento en el jardín que hay frente a la casa
donde
nací. Donde corté mi primera rosa.
Donde
aparcaba el camión de las Vespas
los
fines de semana. Y luego vuelvo corriendo a Chamartín,
a
coger el AVE de regreso
a
Valladolid, al Futuro
(desde
la infancia) o quizás, o mejor dicho, al Presente
eterno
de la niñez, que se aleja por las ventanillas.
Eduardo Fraile
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