Las pesas del reloj de pared,
que iban bajando
según se le acababa la cuerda,
y tocaban casi el suelo, y era como si el reloj se [pusiera de puntillas.
Entonces el tío Emeterio se
subía a un taburete
con la llave en la mano, y
volvía a dar cuerda al reloj,
con su hermosísimo péndulo
dorado y gravitacional
cuyo fiel rasgaba el aire
fresco de la sala
de nuevo. Porque aquel era el
corazón de la casa
y no había que dejar que se
pararan sus latidos, su música,
su carillón. Nosotros
también queríamos dar cuerda a
aquel juguete
que marcaba las horas del
verano, y el tío Eme nos aupaba
por las axilas y nos dejaba
intentarlo.
Aun a dos manos (nuestras
manecillas
de niños de ciudad) no podíamos
izar una pizca aquellas pesas
de oro inmemorial.
Eduardo Fraile
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