Parecía que las nieblas eran cosa del pasado, como
nuestra infancia, como si su desaparición hubiese sido un efecto natural del
desarrollismo, de la modernidad, y de golpe volvían con la crisis,
recalcitrantes, ominosas, con su olor a abrigos viejos y a postguerra. Las
nieblas de Valladolid, el eterno catarro del Pisuerga.
Y durante un tiempo tuvieron para nosotros un halo
romántico (pero romántico del Romanticismo) y eran la bufanda natural
sobrepuesta a nuestra bufanda de artista adolescente que llevábamos al cuello
día y noche, en invierno y verano, como debía ser. Largos abrigos, tabaco negro
de cajetillas francesas, Gitanes, Caporal, Celtas cortos, jerseys que
nos tejían nuestras novias.
Porque quizá nuestra imagen del romanticismo era más bien
existencialista, la Náusea, L’être et le néant, la nada, la nonada, la
pura ingravidez de vivir con muy poco dinero y sueños desmesurados, pisando
la dudosa luz del día, la nebulosa luz del Purgatorio perpetuo que
habríamos de atravesar hasta llegar a la Fama (que era una marca de dulce de
membrillo), el reconocimiento y el Premio Nobel de Literatura.
Qué cara de importancia poníamos, por Dios. Nuestro gesto
era de úlcera de estómago (de conflicto interior), de que la unión de dos
palabras (que nosotros estábamos en trance de favorecer) haría saltar la chispa
que salvara al Universo, o poco menos. Pero el Universo había estallado ya
hacía miles de millones de años luz, al otro lado de nuestra bendita niebla, y
nosotros venga a querer crearlo de nuevo por pura y deliciosa estupidez, sin
enterarnos…
Eduardo Fraile
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