Ya estaba la portada vestida de
domingo,
recamada de sol, pespunteada
por un leve brodoneo de abejas,
y antes de prepararse para
subir las gradas de la iglesia
la abuela tomaba su cartera y
salía a aposentarse en el cantón.
Su monedero negro de suavísima
piel, grande como abanico,
y cierre de presión en dos
garbanzos de oro. Los 17 primos
ya la esperábamos en el portal
o en la calle
(calle del Río, 6),
expectantes y nuevos,
con zapatos bien limpios, con
las orejas lavadas
y la ropa de fiesta. Ella
decía:
― A ver, poneos en fila.
Y uno a uno
nos iba dando una peseta de
propina.
Una rubia y reluciente moneda,
como un pan recién hecho,
como una comunión laica y
previa a la de la misa
(y ya tocaban primeras),
que todavía no podíamos tomar
los más pequeños. Luego, a la
salida iríamos corriendo
a gastar ese óbolo donde la
Nazaria,
o más tarde donde la señora
Guillerma, o la ʺEnemesiaʺ,
que vendían en su casa pipas y
chucherías, eran
regaliz de Zara, chicles
Bazoka, magdalenas de Proust…
Eduardo Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario