No era éste, éste vino después,
cuando murió tío Evaristo
(que en mi memoria tiene los
rasgos de Don Quijote)
y la abuela lo trajo de su casa
de la calle Los Crespos
y mandó hacer leña del suyo,
viejísimo, hermosísimo,
donde comíamos nosotros, donde
echábamos la siesta
con los gatos, un mundo
dentro del mundo mayor de la
cocina y la despensa,
pero también infinito, pero
también perecedero
(o sea, mortal) y por lo tanto
susceptible de belleza,
de habitabilidad y de amor… El
escaño,
que fue el trono de nuestro
reino los primeros veranos
de nuestra vida… Pero éste,
extrañamente, sobrevivió a la casa,
al sistema solar donde gravitó
nuestra niñez, a la muerte
de los abuelos y a la
dispersión y a la transmutación y al olvido…
El escaño, un objeto
poderoso, emblemático, poseedor
de la memoria y el tiempo,
puerta y llave a la vez,
magdalena de Proust.
Éste y aquél. Donde estoy sentado
ahora. Donde escribo.
Eduardo Fraile
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