Creo haber hablado en otras
páginas
de mis libros de aquel Coche
de línea que nos llevaba al Paraíso
de la casa sin fin de la abuela
Evarista
los veranos de Castrodeza. Hoy
quiero fijarme, detenerme
en la parada de la carretera de
su sucesor, ya más parecido a los autocares
de hoy. De hecho ya se decía ʺel
Autoʺ
también, como entonces ʺel Cocheʺ,
con esa mayúscula invisible
y enfática que le confería
autoridad
(y dignidad y poder) sobre el
espacio y el tiempo.
Ya éramos adolescentes,
ya viajábamos solos de la
ciudad al pueblo y viceversa,
ahora a la casa de Don Pedro,
que fue un veterinario
de Castrodeza (el abuelo
Bernardino
nos dejó esa casa insólita, que
sería mi primer estudio
de escritor, cuando murió la
abuela). El conductor, Teodoro,
y el cobrador, Alejandro,
gobernaban el coche, el autocar de los 70,
de los 80 inclusive, ya los
últimos guías,
dominadores de elefantes
metálicos.
Era de color café con leche,
feo y petardeante, prismático,
paradigmático…
Llevaba las sacas del correo en
la bodega
con nuestros equipajes,
oscilaba como péndulo de reloj o de metrónomo
4 veces al día, y nos veía
crecer…
Tras un verano no volví
a la ciudad, al curso (al curso
natural de los acontecimientos)…
En adelante el Auto me traería
y llevaría de mi corazón
a los libros que habría de
escribir
en soledad…
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