La Fábrica, su presencia
ominosa, las paredes en ruinas
(con claros vestigios del
incendio que la destruyó), y el silencio,
sobre todo el silencio que la
envolvía, el misterio
que nos atraía a aquel lugar y
a la vez nos rechazaba,
como si estuviera rodeada por
una valla de alta tensión.
Nada nos impedía ir hasta allí,
de hecho fuimos varias veces,
pero se respiraba mal, como si
hubiese sido el escenario de un crimen.
¿Lo fue? ¿Qué pasó? ¿Por qué
nadie nos decía nada
cuando preguntábamos? ¡Cosas de
la guerra!,
fue todo lo que llegaron a
explicarnos. ¡No vayáis a jugar por allí,
que podéis caeros en la presa!
La presa
ya no tenía agua como la del
molino del tío Félix,
que estaba más abajo y todavía
funcionaba.
La Fábrica había sido una
fábrica de harinas
y estaba así desde la Guerra. O
la postguerra. Eso era todo
(al menos la versión oficial).
Pero los niños saben,
intuyen, notan cosas que
corroborarán
muchos años después. El tiempo
se adensa, se detiene, se
embalsa en ciertas presas
que luego moverán ruedas de
molino,
y esos molinos triturarán
nuestras palabras, nuestra sangre,
el trigo y el latín, el oro
puro
de nuestra infancia, de nuestra
memoria,
hasta que caiga en un costal la
delicada harina
de la verdad…
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