En casi todas las casas había
una colmena
(o dos o tres), y sobre todo en
las horas de la siesta
había que atravesar con cuidado
algunas calles
y tener precaución cerca del
río, a las Puentes,
donde iban a beber. Casi todos
los veranos sufríamos alguna picadura,
supongo que más por culpa
nuestra que otra cosa. El abuelo
Bernardino (según mi madre)
cataba la miel de la colmena
del sobrado de la casa sin
ninguna protección.
Y era verdad. Aprendimos a no
tenerlas miedo
(a las avispas sí), a sentir su
bendición, su bordoneo
como algo que tenía que ver más
con la luz, con el tiempo,
con las medidas antiguas, como
el reloj de sol
y las leguas y las iguadas
y las fanegas y los cuartillos
y los celemines.
Ya no quedan colmenas en las
fachadas de las casas
de adobe (una mínima abertura
con una media teja
que daba entrada a una oquedad
cilíndrica
en el muro: un escriño de
mimbre allí empotrado
con la tapa por el lado del
desván), las abejas
mueren por los insecticidas y
los pesticidas
que usan los agricultores… y de
repente descubro
que tengo una colmena en la
chimenea de la Gloria
(nunca usada por nosotros, que
habitamos esta casa
sólo en las vacaciones de
verano). Podría
no haberme dado cuenta, de
hecho no sé desde cuándo están ahí
ronroneando, destilando su oro,
protegiéndome…
Eduardo Fraile
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