Madre, recuerdo
esas bellas estampas que
desbordaban tus misales,
los libros de oración y de
meditación, la Biblia, a veces
traspuestas también en
recetarios y agendas, e incluso en algunos de mis títulos.
Hijo,
no me gusta que escribas esas
cosas de los ángeles…
Pero en el fondo sabías que no
eran irreverencias,
sino imágenes del amor… Y entre
aquellas estampas
recuerdo sobre todo una que era
la que tú más besabas
(estaba ya borrosa, confusa del
contacto de tus labios): un dibujo
que yo hice para ti los días
del colegio. Un pastel
con aquellas pinturas
blandísimas y delicadísimas,
tan fáciles de romper como la
vida. Quizá quise imitar
una Inmaculada de Murillo o del
Greco
y me salió esa Virgen venerada
por ti
más hondamente, más
dilectamente, por haberla dibujado tu hijo.
No tendría fuerzas ahora para
intentar buscarla
sino entre las páginas de la
memoria. Sé
que aunque estuviera por ahí,
está contigo
dondequiera que estés. Porque
ese sitio, ese aire,
esa luz que se baña en tu
sonrisa, al recordarme, es el Cielo.
Eduardo Fraile
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