Digo la feria de Madrid, de mi ciudad natal, la feria del
Retiro, entre árboles altos y polvo en suspensión, y esos pólenes oscuros que
atacan a los libreros y les hinchan los ojos. Digo de Madrid, porque mi otra
ciudad, Valladolid, ha decidido echar la suya a espadas con quienes
precisamente habrían de ser sus protagonistas naturales: los libreros y los
editores. Históricamente, los gremios de libreros de la ciudad que bañan el
Pisuerga y la Esgueva han estado a su vez enredados en continuas contiendas,
pero la gran habilidad de León de la Riva ha conseguido unirles definitivamente
por el procedimiento de unirles contra él. Mas dejemos que esta disputa acabe
resolviéndose sola, y que los alcaldes pasen y los libros (y los ríos de la
ciudad) permanezcan. Amén.
La feria del Retiro sigue floreciendo a últimos de mayo y
llega casi a las puertas del verano, sombreros de paja y cubiertas
multicolores, raras aves, serenas mariposas en los expositores prestas a abrir
sus alas como páginas. Desde que soy autor de libros vuelvo todos los años a
pasear entre las benditas casetas, deteniéndome a veces a contemplar uno de
esos volúmenes delicados e insólitos que ostentan mi nombre en la portada. Y
entonces un escalofrío me recorre la columna vertebral, un latigazo que hace
sonar de lado a lado todas las teclas del piano.
No sé, quizá debí haber hecho caso del sentido común y
ahora tendría alguna suerte de seguridad económica (y de paz espiritual), quizá
debí haber buscado con más dedicación la sociedad con mis semejantes y ahora no
estaría solo, y es posible que incluso una hermosa mujer que me amase
compartiría conmigo este momento. Este momento íntimo (e incompartible e
incomunicable) del éxito.
Y no tendría que volver la cabeza para que no me vean
llorar.
Eduardo Fraile
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