O quizá el yelmo de Mambrino, cómo poner hoy el
título a esta columna, coronar con el casco toda la ferretería de las armas, la
celada de encaje, cosas cuya sola definición nos llenaría el espacio y el
tiempo, cuánto más el cuadrado de la velocidad de la luz. Ved ahí un hombre
cuya imaginación relumbra (alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre:
Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente), errando por el campo de
Montiel. Llaga de luz (Manuel Machado en El Cid), piedra que arde
infinitamente, herida que destella.
Va Don Quijote reflejando la luz como en un juego de
espejos, la luz especulativa, las aspas del molino de la luz rotando en su
cabeza. Cada neurona es un chispazo vivo, la ignición de un volcán al pleno sol
de julio, de agosto, qué sé yo, ese verano que no se acaba nunca en el libro de
Cervantes, el autogiro de Ramón de la Cierva.
Y Don Quijote despega, ave, helicóptero, dejando clavado
en el suelo a Rocinante, a Sancho en su jumento, que asiste a la ascensión de
su señor como a un asunto de cohetería (o de encantamiento, como suele decir
él), tan común a sus libros de caballeros andantes. «Y tú cortando el puro/
aire…» de Fray Luis de León.
Una bacía de azófar, de latón, como decimos en la prosa
de la vida, en la prisa del metal, áurea corona de rey, de vencedor de sí
mismo. Miradle: es el hombre de hojalata, sus armas abolladas, enmohecidas,
bataneadas, con orín o cardenillo, con sudor, sucias, rendidas, derrotadas…
Mirad más, y ved cómo el dedo de la luz, como a un elegido, le señala.
Eduardo Fraile
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