Dicen que ha muerto, que ha dado ese pequeño paso hacia
la eternidad. Seguro que la luna, hoy que es luna llena, producirá una lágrima,
la hará brotar desde el fondo de un cráter que quizá sea nuestro corazón. De
niños le imitábamos en los patios extintos que hoy son aparcamientos
subterráneos, competíamos a ver quién lo hacía mejor, caída de flequillo
incluida. Le imitábamos a él y a José Antonio Plaza, eternamente acatarrado
tras la niebla londinense. Pero Hermida tenía esa cosa indefinible y atractiva,
épica y lírica a la vez, que dan la juventud, la corresponsalía en Nueva York,
el estilo y una decidida voluntad de dejar en todo su marca, su sello, su
firma, que ni falta que hacía, pues sólo él, entre la legión de sus imitadores,
podía ser Jesús Hermida.
Dicen que ha muerto, pero si no lo dice él, con su voz
engolada y magnífica, caída de flequillo incluida, parecería que la frase
pierde credibilidad. Ya podía ser la llegada a la Luna, el asesinato de Bob
Kennedy o cualquier otra cosa sin la menor importancia, que de repente la
adquiría por ser dicha por él. De hecho, quizá los Kennedy no murieran nunca,
ni Armstrong pisara con su bota el Mar de la Serenidad…
ahora que lo pienso, quizá nos
lo creímos por cómo lo contó, lo seguirá contando sin fin en nuestra memoria.
Dicen que ha muerto Hermida, y lo pronuncio imitando su
prodigiosa lentitud, su interminabilidad exasperante, para que parezca que el
futuro no alcanza a la tortuga de Zenón, y vuelvo a ser aquel niño que cambiaba
los cromos del álbum Vida y Color en el recreo, en el Santuario, calle
José María Lacort, Valladolid, España (nunca salía el Nativo Kavirondo).
Quizá sea hora de sacar los cuadernos, los aviones ―los cohetes Apolo― de
papel. Escribir en una página la frase con la que he comenzado hoy este
artículo. Dicen que ha muerto Hermida... pero yo no lo creo...
Eduardo Fraile
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