Desde el fondo de aquellos
baúles brotaba un olor a palosanto,
a cedro, a cinamomo, maderas de
frutales incógnitos que conservaban intacta
la ropa de cama de nuestras
bisabuelas, el ajuar de las tías
que se quedaron solteras (para
vestir santos, se decía), y no era necesaria ya la naftalina
para preservar los lienzos íntegros
y que no se los comiera la polilla.
El tiempo
devorador se detenía dentro de
aquellos cofres
de memoria purísima, y
permanecía dormido
allí, quieto, como un animal de
larga hibernación,
y quizá despertaba al cabo de
generaciones
o ya nunca jamás.
Quién sabía,
quién sabe
qué llaves abren el mecanismo
de la muerte, qué cuerda
habrá que darle a qué reloj.
Los baúles
en las casas, como cimientos firmes
que anclaban el presente
en el pasado. Ya podía venir
el viento de la desolación, la
tempestad
que se lo llevaría todo para
siempre. No podrían
con esas pequeñas naves con
las velas plegadas
y planchadas y perfumadas y
guardadas con amor
por nuestra madre…
Eduardo Fraile
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