Todo texto escrito, visto desde su materialidad, no
deja de ser un objeto plástico. Antes aún de desvelarnos su significado, ese
texto nos ofrece su forma como un primer acercamiento. Incluso cuando esa forma
es más pura, es decir, menos consciente, menos intencionada, su presencia
visual antecede y predispone su aceptación semántica, su comprensión, su
lectura.
Una palabra es una pintura abstracta, nos dice
Pierre Garnier. Cada página puede ser apreciada en su dibujo formal, y eso es
lo primero que llama a la puerta de los ojos, la composición tipográfica del
texto, o si es un manuscrito, la impregnación que esas líneas conservan y nos
transmiten de su autor. Como si esa voz nos estuviera hablando personalmente.
La poesía visual, el caligrama, el experimentalismo
vanguardista que abandera la poesía en varias fases del siglo XX y afianza su
entrada en el XXI, opera sobre todo en la forma, en el significante, y potencia
esos aspectos plásticos que constituyen un lenguaje común y que no necesita
traducción, como sí la necesita el orbe de los significados.
Ese tratamiento del poema ensancha el ámbito de lo
estrictamente literario, buscando y descubriendo intersecciones con otras
artes, de la que salen enriquecidas todas ellas. Como autor he practicado mucho
esta exploración, pues la entiendo más como deslumbramiento que como conquista.
En el presente caso no se busca esto ni siquiera.
Simplemente (complejamente) los poemas visten de manuscrito en vez de hacerlo
de confección, pero ya esta mínima ostentación de lo manual nos introduce con
calidez en la casa del poema, y de la mano ―en este caso de su puño y letra―
del propio autor.
Bueno, que os invito a mi exposición «Poemas manuscritos
sobre lienzo» en el Teatro Zorrilla de Valladolid, del 9 de abril al 3 de
mayo.
Eduardo
Fraile
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